17.4.10

La Tercera España

Mucho se ha hablado de las dos Españas. Tal vez hayamos hablado tanto de ellas que las hemos convertido en un estereotipo con capacidad explicativa de nuestra historia contemporánea. Liberales y carlistas, progresistas y moderados, revolucionarios y dinásticos, rojos y azules, izquierdas y derechas… Incluso hoy en día, instalados ya en una sociedad tan compleja como posindustrial (aunque con escasa movilización civil), parecen haber resucitado las trincheras de dos bandos que, bajo definición de algunos, resultarían irreconciliables y condenadas a un inexorable porvenir en el que una parte ha de imponerse absolutamente sobre la otra. Se empeñan hasta en dinamitar la mera coexistencia de ambas dentro del tren de la historia que, por cierto, discurre en una sola dirección y no admite billetes de ida y vuelta.

A pesar del predominio de las simplezas en ese paisaje de blancos y negros, no son pocos los que han acariciado la evidencia de la complejidad del problema distinguiendo una tercera España. El historiador Paul Preston, en su ensayo Las tres Españas del 36, supo destacar la presencia de una tercera España a través de la selección de algunos de los intelectuales de la época como, por ejemplo, Salvador de Madariaga. Ciertamente, aquel cosmopolita español fue criticado por unos y otros recibiendo, a partes iguales, las acusaciones de traición a la República socializante y a la España que amanecía en el horizonte de la Europa de los fascismos. Desde los campos atrincherados se disparó con igual saña sobre los templados campos de una cierta equidistancia. Ningún bando echó un vistazo sobre sus respectivas trastiendas: nadie quiso reconocer las checas, las matanzas, el aceite de ricino, la represión, las violaciones, el asesinato de Andreu Nin o el oportuno fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera. Algunos, incluso, justificaron estos excesos mediante difíciles piruetas dialécticas.

Muchos años más tarde, asistimos a un espectáculo mediático marcado por una resurrección escenográfica de las dos Españas, que vuelven a demostrar sus deseos de destruir al enemigo a cualquier precio. Hoy ya no existen realmente dos Españas, ni siquiera tres. Es probable que estemos hablando de varias más: sin ir más lejos, la España inmigrante que no tiene complejos de portar la bandera del país que le ha acogido porque nadie les critica por ello. El aludido espectáculo –como todo buen espectáculo- tiene sus estrellas, con sus virtudes de originalidad y sus vicios de narcisismo alimentados por la vanidad del reconocimiento público. Lo curioso es que los actores de esta pista del circo del estrellato no tienen unas remuneraciones precisamente modestas, ni se encuentran asfixiados por una hipoteca a la que no pueden hacer frente por encontrarse en el paro. Los acomodados representantes de las dos Españas andan a la gresca mientras los españoles de a pie asisten impertérritos a la judicialización de la política, a la politización de la justicia, al negocio de los sentimientos y a una mutua caza de brujas.

El caso del juez Baltasar Garzón viene de largo. Probablemente se remonte a la década de los noventa, cuando el famoso juez jugueteó con la política para, de inmediato, retornar a la Audiencia Nacional promoviendo asuntos contra el mismo gobierno que, en su día, lo llamó a sus filas. Es significativo que los apoyos tácitos del actual presidente José Luis Rodríguez Zapatero a favor de Garzón no sean secundados tan efusivamente por el ex presidente Felipe González. Todo un dato.

Ya iniciada la primera década del siglo XX, Baltasar Garzón se empeñó en procesar al dictador Pinochet y en buscar crímenes contra la humanidad mucho más allá de las fronteras españolas. Fracasada la viabilidad de la implantación de una justicia internacional y de la forja de un curriculum en ese campo, Garzón valoró las posibilidades de una judicialización del pasado doméstico. Muchos historiadores se asombraron ante la necesidad de requerir el certificado de defunción de alguno de los presuntos responsables de las matanzas de la guerra, al resultar hechos históricos probados. Pero más aventurada fue la aplicación del término genocidio para calificar el conjunto de muertes y represiones ejercidas por una España sobre la otra. Ningún historiador serio ha utilizado ese término en relación a las barbaridades perpetradas por los dos bandos durante la guerra civil porque, sencillamente, nadie tuvo la pretensión de eliminar físicamente a medio país; bastaba sólo con imponer un nivel de terror suficiente como para que el silencio sepultara las ideas del contrario. Pero las verdades que se desprenden de la historia no parece que sean ni objeto ni objetivo de este espectáculo.

Los propósitos de Garzón se han ido aclarando en la medida en que los actores han desarrollado sobre el escenario los papeles asignados. Unos no tardaron en criticar lo que estaba haciendo el juez al remover hasta la defunción de Francisco Franco; otros le han apoyado desde el primer momento y son los que no han tenido empacho alguno en organizar actos públicos de apoyo al juez. A favor o en contra, no caben medias tintas. Dos Españas. En medio de ambas, se lamenta una tercera que no acierta a comprender ni las reticencias de un empresariado que no se atreve a invertir por falta de confianza (supuestamente identificado con la caverna), ni la eficaz rapidez de los sindicatos a la hora de convocar un acto de apoyo a Garzón, mientras padecen algo parecido a una esclerosis a la hora de movilizar a los trabajadores asediados por el espectro del desempleo que ya supera holgadamente los cuatro millones de parados.

Pero el espectáculo debe continuar. Tras el primer acto, la obra ha dado un giro inesperado al haber sido sentado en el banquillo el que con tanta insistencia buscaba la certificación oficial de la muerte del antiguo jefe del Estado. Se le acusa ni más ni menos que de prevaricación. Asumir la competencia de juzgar los crímenes del franquismo puede resultar pintoresco, habida cuenta del tiempo transcurrido, de la prescripción de los delitos y de las sucesivas leyes de amnistía. Por no hablar de la presunción de inocencia o la hipótesis plausible sobre la reinserción de los viejos matarifes habida cuenta de que no han reincidido durante décadas. Tal vez pudo haber extralimitación de competencias, pero la acusación de prevaricación suena a melodía de exageración típicamente hispánica. Como los dos personajes garrulos que se están dando de bastonazos en el célebre cuadro de Goya. Los duelos a bastonazos se dan en España enterrándose los litigantes en el suelo –para no escapar- hasta conseguir la muerte del otro. Tan deplorable como triste.

Tan triste como las dos Españas que no se resignan a superar las historias oficiales en las que unos son los buenos (absolutamente buenos) mientras los otros son los malos (los enviados del infierno). La calificada como ley de memoria histórica abrió un hueco suficiente para las apetencias, los rencores, las venganzas y las oportunidades de aplastar la cabeza del otro. La vieja historia oficial del franquismo y la nueva historia oficial antifranquista. España aún no ha sabido –o querido- mirarse en el espejo de su historia para reconocer sus virtudes y defectos. Los españoles se lanzaron a matarse unos a otros en 1936. Hoy día, en otro contexto material y en medio de un mundo globalizado que nos está planteando urgentes retos de futuro, don Quijote piensa que es más listo que su subordinado Sancho Panza y éste, apegado a sus garbanzos, sabe de la locura de su caballero y le deja abierto el camino hacia su patético final. Españoles todos.

Ni los que están a favor, ni los que están en contra de Garzón se toman la mínima molestia de contemplar a España desde el exterior con ojos ajenos. Ni siquiera conocen el reciente libro del brasileño Roberto Mangabeira Unger titulado España y su futuro (Ediciones Sequitur, 2009). En sus páginas afirma certeramente lo siguiente: España, un país relativamente pequeño, se está convirtiendo, debido a la escasa imaginación de los que detentan el poder, en un país simplemente pequeño.

Ni más, ni menos.