Tan soberbia es la época que en ella se da un fenómeno que yo imagino sin precedentes: el rencor que hacia el pasado siente el presente: hacia lo que osó suceder sin nosotros aquí, sin nuestra cauta opinión ni nuestro dubitativo consentimiento, y lo que todavía es peor, sin nuestro provecho. Lo más extraordinario es que ese resentimiento no obedece, en apariencia al menos, a la envidia de esplendores pretéritos que se fueron sin incluirnos, a la aversión por una excelencia de la que tuviéramos percepción y a la que no contribuimos, que no probamos y nos perdimos, que nos desdeñó y no presenciamos, porque la jactancia de nuestro tiempo es de tal calibre que no puede admitir la idea, ni siquiera la sombra o la niebla o el vaho de ninguna superioridad antigua. No, es tan sólo el rencor hacia lo que no ha podido abarcarse y nada nos debe, hacia lo que ya concluyó y por tanto se nos escapa. Escapa a nuestro control y a nuestras maniobras y decisiones, por mucho que los gobernantes vayan hoy pidiendo perdón por las tropelías de sus antecesores, y hasta viendo de repararlas con ofensivos dineros a los descendientes de los dañados, y por mucho que esos descendientes se los embolsen de grado y aun los reclamen, a su vez unos aprovechados, unos caraduras. No se ha visto estupidez mayor ni mayor farsa, por ambas partes: cinismo en los que dan, cinismo en los que reciben. Y un acto más de soberbia: ¿cómo se arrogan un Papa, un Rey o un Primer Ministro el derecho a atribuir a su Iglesia, a su Corona o a su país, a los de su tiempo, las culpas de sus predecesores, las que éstos nunca vieron así ni reconocieron hace siglos? ¿Quiénes se creen que son nuestros representantes, nuestros gobiernos, para pedir perdón en nombre de quienes fueron libres de hacer e hicieron, y ya están muertos? ¿Quiénes son para enmendarlos, para contradecir a los muertos? Si fuera sólo simbólico, sería una memez, nada más, engolamiento y propaganda. Pero no hay simbolismo posible si además hay 'compensaciones', grotescamente retrospectivas y nada menos que monetarias. Cada persona es cada persona y no se prolonga en sus remotos vástagos, ni siquiera en los inmediatos, que a menudo son infieles; y de nada sirven estas transacciones y gestos a quienes fueron damnificados, a quienes se persiguió y torturó, se esclavizó y asesinó de veras en su única y verdadera vida: esos están bien perdidos en la noche de los tiempos y en la de las infamias, que sin duda no será menos larga. Ofrecer o aceptar disculpas ahora, vicariamente, exigirlas o presentarlas por el mal infligido a unas víctimas que nos son ya informes y abstractas, es una burla, y no otra cosa, de sus carnes chamuscadas concretas y sus cabezas segadas, de sus pechos agujerados concretos, de sus huesos partidos y sus gargantas cortadas. De sus concretos y desconocidos nombres de los que fueron privados o a los que renunciaron. Una burla del pasado. No se lo soporta, no, el pasado; no soportamos no poder remediarlo, no haberlo podido conducir, dirigir; ni evitarlo. Así que se lo tergiversa o se lo truca o altera si resulta posible, se lo falsea, o bien se hace de él liturgia, ceremonia, emblema y al final espectáculo, o simplemente se lo mueve y remueve para que parezca que intervenimos a pesar de todo y aunque esté ya bien fijado, de eso hacemos caso omiso. Y si no lo es, si no es posible, se lo borra entonces, se lo suprime, se lo destierra o expulsa, o se lo sepulta.
Javier Marías: Tu rostro mañana (1. Fiebre y lanza), (Madrid, Alfaguara, 2008[5ª ed]), pp. 299-301.