En el inquieto sopor de la consulta alargué la mano para tomar alguna revista con la que olvidar el tiempo de la espera. No conseguí una revista, pero sí un antiguo El País Semanal. Allí aparecía una notable lista de firmas que reflexionaban, desde las ópticas más dispares, sobre el tema de las tres décadas de elecciones que, grosso modo, habíamos cumplido en marzo de 2008.
No sorprendía el exagerado sesgo de algunos de los allí escribían cosas como “Pero ahora en serio. Tenemos toda la esperanza puesta en los que ahora votan. Porque éste es un país que hizo una transición cojeante, en el que sobrevive con salud la derecha nacional-católica de 1939, que sigue empeñada en retroceder a la mínima de cambio a Las Épocas Oscuras”. Tampoco nos sorprendió la agudeza y mesura de Santos Juliá, con un análisis más equilibrado sobre el balance final de la segunda legislatura de José María Aznar.
Lo que me hizo olvidar definitivamente los males que me habían llevado a la consulta fue el artículo de Juan José Millás titulado José Luis Rodríguez Zapatero. Él no es un superhéroe. Era tan sólo un título, porque para Millás el presidente se asemejaba a un adorado demiurgo progresista que estaba cambiando el devenir de España. De sus propias palabras: “Lo que hizo grande a Zapatero fue la revelación de que iba a acabar con España. Cualquier persona capaz de acabar con España merecía un respeto, sobre todo si, ya puesto, acababa también con Francia, con Bélgica, con Dinamarca” (imagine there’s no countries). Nuestro interés por él creció cuando se nos aseguró que pretendía ganar la Guerra Civil con 70 años de retraso. Un individuo dispuesto a corregir aquel error histórico tenía que ser un gigante (imagine there’s no Valle de los Caídos). Pero lo que lo elevó a la categoría de mito fue la denuncia de que en su agenda figuraba liquidar también esa fuente de neurosis conocida como familia tradicional (imagine there’s no cuñados)”.
Me asombró aquella declaración de Quijote de izquierdas que se sentía tan desarraigado de todo como por encima de muchos. El objetivo político de destruir España le parecía a Millás algo maravilloso y, de paso, acabando con las naciones de media Europa. Por si semejante propósito se quedara corto, Millás consideraba aceptable ganar una guerra varias décadas después, viajando en el tiempo para retorcer la historia y acondicionar la memoria. En otros términos: un viaje astral para “progretas”. Para terminar de completar el utópico cuadro, Millás aspiraba a que Zapatero dinamitase la familia tradicional, llevándose por medio a cuñados, suegros, suegras, esposas, etc.
A estas alturas, resulta patente que las huestes que jalearon a Zapatero fueron siempre más radicales que él. Al fin y al cabo, Zapatero cabalgó contra molinos de viento para destruir realidades que han terminado por aplastarlo, mientras los jaleadores estaban al abrigo del calor del poder. Puros Sancho Panza.
Obviamente, ninguna de esas utopías se ha cumplido. España, aunque maltrecha, sigue subsistiendo, al igual que muchos países europeos cuyas naciones estaba empeñado Millás en borrar del mapa. La reescritura ad hoc de la guerra civil se ha paralizado mientras las víctimas son objeto de olvido del gobierno. Los cuñados siguen dando tanto por saco como siempre: desagradables por naturaleza, salvo excepciones contadas en algún mundo hipotético.
Pensaba entonces que si la derecha tiene aromas rancios, la izquierda progresista –por boca de Millás- no quedaba a la zaga de la intolerancia. Un gobierno de España, para gente como Millás, tiene que ser necesariamente un gobierno de media España.
Su artículo termina con una rotunda afirmación: Zapatero está aseando un huevo a España. Suena a "limpia". La exterminación de los enemigos. El pie sobre los adversarios. El cinturón sanitario.
Señor Millás: en este ansia de "limpiar" a los adversarios, Rodríguez Zapatero no ha sido el primero.
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