HAY MOTIVO
¿Se acuerdan? En las semanas que precedieron a las elecciones generales del 14-M un grupo de cineastas y demás personajes públicos promovieron una campaña contra el gobierno de José María Aznar bajo el título de Hay motivo. Aquel lema fue muy ocurrente y, sin duda, arrimó un granito de arena –uno más- al hundimiento del PP en las urnas. Era lo suficientemente ambiguo para invitar a la adhesión de simpatizantes (siempre hay motivo para el desacuerdo) y era sobradamente letal para ratificar la animadversión de los que ya odiaban visceralmente al PP y, muy en particular, al satanizado Aznar. En Hay motivo se sacaron a relucir asuntos como el precio de la vivienda, las privatizaciones, la guerra de Irak, el accidente del Yak-42 o el Prestige. Vale la pena repasar capítulos como el de Vicente Aranda (Técnicas para un golpe de estado) en el que se establece un paralelismo entre el general Pavía y su marcial entrada en las Cortes de la Iª República, el golpe del 18 de julio que encabezaría el general Franco, el intento del 23 de febrero y el presidente Aznar, sobre quien se deja caer hasta la sospecha de ser el maquiavélico instigador de la tregua de ETA en Cataluña para desprestigiar al PSOE y sus socios del govern. Sal gorda, desde luego, no faltó. Pero era una sal que, como venía de la izquierda, estaba tan legitimada para algunos como las palabrotas del diputado José Antonio Labordeta.
Entonces corrían tiempos en los que Gurruchaga presentaba un programa en Localia con una saludable mezcla de frescura y música de jazz. Hoy eso ha sido reemplazado por películas de soft-porno de manufactura Playboy. No cabe duda que las cosas han cambiado. Según se nos dijo hubo motivo ayer pero hoy, según fuentes de la presidencia del gobierno, vivimos en los días más dorados de toda la historia de nuestra democracia. No obstante, siempre hay hombres y mujeres de poca fe: se respira en las calles y en las gentes un silencio plomizo similar al de los espectadores que contemplan circunspectos una lamentable tarde de toros protagonizada por un diestro inexperto.
Ahora bien, con lo que ha llovido, está lloviendo y es previsible que llueva cabría preguntarse: ¿hay motivo ahora? Por lo que uno le escucha hasta a los socialistas con cargo parece que hay una notable marejadilla de fondo que pocos se atreven a denunciar (Ibarra) pero muchos comentan a boca pequeña y volumen susurrante. Entre lo que dicen unos y otros, algunos terminamos por hacernos algunas preguntas. Es decir: ¿qué hacen nuestras tropas en Afganistán si las que se encuentran en Irak gozan de mandato por parte de la ONU desde junio de 2004? ¿por qué no nos retiramos de allí o volvemos, en su caso, a Irak? ¿Qué pinta la fragata Alvaro de Bazán escoltando al portaaviones Theodore Roosevelt? Este buque, según Defensa, no participó en acciones bélicas pero: ¿no fueron nuestras tropas a Irak también en misión de ayuda humanitaria? ¿Por qué y cómo murieron 17 hombres en Afganistán en agosto pasado?
¿Por qué se habló del “eje franco-alemán” tanto y ahora no se dice nada tras nuestro pintoresco referéndum sobre la Constitución Europea? ¿Dónde se encuentran nuestros aliados en Europa? ¿Hacia dónde va la política exterior española? ¿Por qué no se realiza una visita oficial a Argelia y Túnez para compensar nuestra posición en el norte de Africa? ¿Qué quebraderos de cabeza está dando la venta de armas “defensivas” a Venezuela? ¿Cuánto tiempo va a durar la quiebra del modelo de política exterior que fue cocinándose a fuego lento con tanto esfuerzo desde los años ochenta?
Me vienen a la memoria las palabras de Colin Powell –allá por el 2004- cuando advirtió sobre los dos riesgos más graves para España: la balcanización del país y el progresivo aislamiento internacional. No hablaba a corto plazo. Los grandes desastres tienen la perversa cualidad de irse preparando desde mucho antes que se produzcan. ¿Qué clase de semillas estamos plantando hoy? ¿No sería conveniente pensar un poco más en la cosecha de mañana que en el rédito político de hoy?
Todo esto no son más que interrogantes. No menos preocupación arrastra la cohesión del país en el sentido que todos los ciudadanos tengamos los mismos derechos y obligaciones en todas las comunidades autónomas. Si el Estatuto catalán representa un avance, parece justo que la reforma de los demás estatutos habrá de conducirlos a una equiparación. También cabe pensar sobre la ruptura de la unidad de un importantísimo archivo estatal por intereses políticos. Imagino qué ocurriría si escoceses, irlandeses o hindúes le reclamasen papeles del Public Record Office a Tony Blair. La nocturnidad en el acceso a los archivos no es sinónimo de transparencia.
Si queremos cambiar la Constitución, hagámoslo. Pero mientras la de 1978 esté vigente no debería ser motivo de delito el recordar su artículo 8.1 o, por ejemplo, el 155. ¿O es políticamente incorrecto?
2.2.06
PARAR LA "ESPAÑOFOBIA"
PARAR LA “ESPAÑOFOBIA”
Hace unos días, concretamente el pasado 11 de octubre, publicaban los diarios del grupo Joly un artículo de Manuel Ruiz Romero titulado “Parar la ´catalanofobia´”. Decía el autor que aquel extraño término no era nuevo y que se retornaba al mismo cada vez que surgían los recelos de unas comunidades por los presuntos avances de otras. Aquellos párrafos eran una sensata llamada a la erradicación de las reacciones “anti”. Contra Cataluña o contra cualquier otra comunidad. También con harta frecuencia hemos escuchado voces lanzando anatemas sobre economías subsidiadas.
El celtibérico odio del vecino es un veneno que discurre por las venas de nuestras comunidades autónomas en cuanto se otean intereses o repartos. En realidad cuando hablamos de “comunidades” nos estamos refiriendo a los gobiernos autonómicos porque el ciudadano de a pie tiene otras preocupaciones: si vive en Gerona corre el peligro de morir ahogado en la primera riada, si vive en la bahía de Algeciras sufre paciente los vertidos de combustible y la presencia de submarinos (contra los que, ahora, ya no se protesta ¿por qué?), si vive en cualquier parte sufre las huelgas y si le da por fijar su residencia en Madrid... que el cielo le asista. La gente común observa con elocuente reserva y admirable estoicismo el espectáculo que estamos padeciendo.
Si aceptamos el concepto de “catalanofobia” parece justo bautizar como “españofobia” un conjunto de prácticas muy correctas en determinados cenáculos “progres”. Observar con desdén o criticar el despliegue de la bandera en un lugar público, charlar mientras suena el himno nacional, despreciar a nuestras FF.AA. bajo la sublimación de un supuesto pacifismo, o la obsesión por utilizar extensiones tipo “punto com”, “punto net” o “punto edu” con tal de no escribir “punto es” son algunas muestras de esta patología. Otro síntoma –en este caso contradictorio- consiste en el repetido uso de la expresión “Estado español” por aquellos mismos que no cesan de aullar contra la supuesta amenaza del “nacionalismo español”.
Las posturas “anti” (“antiespañola”, “antivasca” o “anti-lo-que-sea”) hunden sus raíces en el mantillo de la ignorancia, son regadas por el agua de crispación y la alientan las brisas de un errático aislamiento del mundo exterior. En ningún país de los considerados civilizados sería posible que una institución subnacional aprobase una propuesta unilateral que violase el espíritu de convivencia y la letra de la ley suprema del estado-nación al que pertenece. Y cualquiera le recuerda al lehendakari o al president que ellos son también “Estado”. Mientras tanto, los ciudadanos asisten atónitos a un sainete más bien grotesco donde se permite a cargos electos -que cobran sus sueldos de los contribuyentes- bordear la Constitución hasta extremos de franca violación.
Da la sensación que la jungla de leyes y normas de nuestro sistema jurídico se aplica sólo al que las cumple. Al contrario que ocurre en las democracias consolidadas respetuosas con su estado de derecho, donde se respira un clima de libertad en el que predomina el principio de “todo está permitido excepto lo que está prohibido”, aquí no está claro lo que está prohibido o permitido a la hora de la verdad. Todo depende de quién cometa el crimen o el delito, qué apoyos tenga y en qué contexto nos encontremos. Sorprendentes ejemplos no faltan. Cabe aprobar el carnet de conducir tras haber atropellado mortalmente a una persona e intentar luego encubrir el homicidio. Organizar una conspiración es relativamente fácil, muy rentable y apenas recibe castigo (recordemos el 23-F y otras conjuras no necesariamente fabricadas por militares). No es de extrañar que se permita la “españofobia” y su institucionalización hasta formar parte de nuestro paisaje cotidiano. Así lo permiten los gritos de los menos y el silencio prudente de los más. Eso sí: que la ciudadanía no se olvide de pagar sus impuestos, trabajar fuera de horario, soportar los atascos y carecer de servicios públicos de calidad.
Cabe preguntarse si el proceso de negociación sobre el Estatut no es más que un nuevo baile de máscaras para asustar al rebaño de la opinión. Si es así, estamos ante una nueva serie de globos sonda para distraer al público mientras no se adopta ninguna medida para la mejora real de la mayoría. Así llevamos más de año y medio: tirando de aquí y de allá, pero sin nada concreto. Abstenerse de tomar decisiones y permitir riesgos innecesarios para la unidad del país no es sensato. Por cierto: ¿dónde está la política social prometida para compensar el denostado aznarato?
Aquí, por lo visto, sólo puede uno sentirse vasco, catalán, aranés, astur o vecino de la República independiente de Triana (ya casi cantonalizada por las obras del “Metro”). Mientras, Europa se siente lejos (por superior), se rechaza lo español (por inferior) y corremos a encerrarnos en nuestras respectivas aldeas identitarias. Ojalá termine pronto este patético akelarre.
Hace unos días, concretamente el pasado 11 de octubre, publicaban los diarios del grupo Joly un artículo de Manuel Ruiz Romero titulado “Parar la ´catalanofobia´”. Decía el autor que aquel extraño término no era nuevo y que se retornaba al mismo cada vez que surgían los recelos de unas comunidades por los presuntos avances de otras. Aquellos párrafos eran una sensata llamada a la erradicación de las reacciones “anti”. Contra Cataluña o contra cualquier otra comunidad. También con harta frecuencia hemos escuchado voces lanzando anatemas sobre economías subsidiadas.
El celtibérico odio del vecino es un veneno que discurre por las venas de nuestras comunidades autónomas en cuanto se otean intereses o repartos. En realidad cuando hablamos de “comunidades” nos estamos refiriendo a los gobiernos autonómicos porque el ciudadano de a pie tiene otras preocupaciones: si vive en Gerona corre el peligro de morir ahogado en la primera riada, si vive en la bahía de Algeciras sufre paciente los vertidos de combustible y la presencia de submarinos (contra los que, ahora, ya no se protesta ¿por qué?), si vive en cualquier parte sufre las huelgas y si le da por fijar su residencia en Madrid... que el cielo le asista. La gente común observa con elocuente reserva y admirable estoicismo el espectáculo que estamos padeciendo.
Si aceptamos el concepto de “catalanofobia” parece justo bautizar como “españofobia” un conjunto de prácticas muy correctas en determinados cenáculos “progres”. Observar con desdén o criticar el despliegue de la bandera en un lugar público, charlar mientras suena el himno nacional, despreciar a nuestras FF.AA. bajo la sublimación de un supuesto pacifismo, o la obsesión por utilizar extensiones tipo “punto com”, “punto net” o “punto edu” con tal de no escribir “punto es” son algunas muestras de esta patología. Otro síntoma –en este caso contradictorio- consiste en el repetido uso de la expresión “Estado español” por aquellos mismos que no cesan de aullar contra la supuesta amenaza del “nacionalismo español”.
Las posturas “anti” (“antiespañola”, “antivasca” o “anti-lo-que-sea”) hunden sus raíces en el mantillo de la ignorancia, son regadas por el agua de crispación y la alientan las brisas de un errático aislamiento del mundo exterior. En ningún país de los considerados civilizados sería posible que una institución subnacional aprobase una propuesta unilateral que violase el espíritu de convivencia y la letra de la ley suprema del estado-nación al que pertenece. Y cualquiera le recuerda al lehendakari o al president que ellos son también “Estado”. Mientras tanto, los ciudadanos asisten atónitos a un sainete más bien grotesco donde se permite a cargos electos -que cobran sus sueldos de los contribuyentes- bordear la Constitución hasta extremos de franca violación.
Da la sensación que la jungla de leyes y normas de nuestro sistema jurídico se aplica sólo al que las cumple. Al contrario que ocurre en las democracias consolidadas respetuosas con su estado de derecho, donde se respira un clima de libertad en el que predomina el principio de “todo está permitido excepto lo que está prohibido”, aquí no está claro lo que está prohibido o permitido a la hora de la verdad. Todo depende de quién cometa el crimen o el delito, qué apoyos tenga y en qué contexto nos encontremos. Sorprendentes ejemplos no faltan. Cabe aprobar el carnet de conducir tras haber atropellado mortalmente a una persona e intentar luego encubrir el homicidio. Organizar una conspiración es relativamente fácil, muy rentable y apenas recibe castigo (recordemos el 23-F y otras conjuras no necesariamente fabricadas por militares). No es de extrañar que se permita la “españofobia” y su institucionalización hasta formar parte de nuestro paisaje cotidiano. Así lo permiten los gritos de los menos y el silencio prudente de los más. Eso sí: que la ciudadanía no se olvide de pagar sus impuestos, trabajar fuera de horario, soportar los atascos y carecer de servicios públicos de calidad.
Cabe preguntarse si el proceso de negociación sobre el Estatut no es más que un nuevo baile de máscaras para asustar al rebaño de la opinión. Si es así, estamos ante una nueva serie de globos sonda para distraer al público mientras no se adopta ninguna medida para la mejora real de la mayoría. Así llevamos más de año y medio: tirando de aquí y de allá, pero sin nada concreto. Abstenerse de tomar decisiones y permitir riesgos innecesarios para la unidad del país no es sensato. Por cierto: ¿dónde está la política social prometida para compensar el denostado aznarato?
Aquí, por lo visto, sólo puede uno sentirse vasco, catalán, aranés, astur o vecino de la República independiente de Triana (ya casi cantonalizada por las obras del “Metro”). Mientras, Europa se siente lejos (por superior), se rechaza lo español (por inferior) y corremos a encerrarnos en nuestras respectivas aldeas identitarias. Ojalá termine pronto este patético akelarre.
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