2.2.06

PARAR LA "ESPAÑOFOBIA"

PARAR LA “ESPAÑOFOBIA”

Hace unos días, concretamente el pasado 11 de octubre, publicaban los diarios del grupo Joly un artículo de Manuel Ruiz Romero titulado “Parar la ´catalanofobia´”. Decía el autor que aquel extraño término no era nuevo y que se retornaba al mismo cada vez que surgían los recelos de unas comunidades por los presuntos avances de otras. Aquellos párrafos eran una sensata llamada a la erradicación de las reacciones “anti”. Contra Cataluña o contra cualquier otra comunidad. También con harta frecuencia hemos escuchado voces lanzando anatemas sobre economías subsidiadas.

El celtibérico odio del vecino es un veneno que discurre por las venas de nuestras comunidades autónomas en cuanto se otean intereses o repartos. En realidad cuando hablamos de “comunidades” nos estamos refiriendo a los gobiernos autonómicos porque el ciudadano de a pie tiene otras preocupaciones: si vive en Gerona corre el peligro de morir ahogado en la primera riada, si vive en la bahía de Algeciras sufre paciente los vertidos de combustible y la presencia de submarinos (contra los que, ahora, ya no se protesta ¿por qué?), si vive en cualquier parte sufre las huelgas y si le da por fijar su residencia en Madrid... que el cielo le asista. La gente común observa con elocuente reserva y admirable estoicismo el espectáculo que estamos padeciendo.

Si aceptamos el concepto de “catalanofobia” parece justo bautizar como “españofobia” un conjunto de prácticas muy correctas en determinados cenáculos “progres”. Observar con desdén o criticar el despliegue de la bandera en un lugar público, charlar mientras suena el himno nacional, despreciar a nuestras FF.AA. bajo la sublimación de un supuesto pacifismo, o la obsesión por utilizar extensiones tipo “punto com”, “punto net” o “punto edu” con tal de no escribir “punto es” son algunas muestras de esta patología. Otro síntoma –en este caso contradictorio- consiste en el repetido uso de la expresión “Estado español” por aquellos mismos que no cesan de aullar contra la supuesta amenaza del “nacionalismo español”.

Las posturas “anti” (“antiespañola”, “antivasca” o “anti-lo-que-sea”) hunden sus raíces en el mantillo de la ignorancia, son regadas por el agua de crispación y la alientan las brisas de un errático aislamiento del mundo exterior. En ningún país de los considerados civilizados sería posible que una institución subnacional aprobase una propuesta unilateral que violase el espíritu de convivencia y la letra de la ley suprema del estado-nación al que pertenece. Y cualquiera le recuerda al lehendakari o al president que ellos son también “Estado”. Mientras tanto, los ciudadanos asisten atónitos a un sainete más bien grotesco donde se permite a cargos electos -que cobran sus sueldos de los contribuyentes- bordear la Constitución hasta extremos de franca violación.

Da la sensación que la jungla de leyes y normas de nuestro sistema jurídico se aplica sólo al que las cumple. Al contrario que ocurre en las democracias consolidadas respetuosas con su estado de derecho, donde se respira un clima de libertad en el que predomina el principio de “todo está permitido excepto lo que está prohibido”, aquí no está claro lo que está prohibido o permitido a la hora de la verdad. Todo depende de quién cometa el crimen o el delito, qué apoyos tenga y en qué contexto nos encontremos. Sorprendentes ejemplos no faltan. Cabe aprobar el carnet de conducir tras haber atropellado mortalmente a una persona e intentar luego encubrir el homicidio. Organizar una conspiración es relativamente fácil, muy rentable y apenas recibe castigo (recordemos el 23-F y otras conjuras no necesariamente fabricadas por militares). No es de extrañar que se permita la “españofobia” y su institucionalización hasta formar parte de nuestro paisaje cotidiano. Así lo permiten los gritos de los menos y el silencio prudente de los más. Eso sí: que la ciudadanía no se olvide de pagar sus impuestos, trabajar fuera de horario, soportar los atascos y carecer de servicios públicos de calidad.

Cabe preguntarse si el proceso de negociación sobre el Estatut no es más que un nuevo baile de máscaras para asustar al rebaño de la opinión. Si es así, estamos ante una nueva serie de globos sonda para distraer al público mientras no se adopta ninguna medida para la mejora real de la mayoría. Así llevamos más de año y medio: tirando de aquí y de allá, pero sin nada concreto. Abstenerse de tomar decisiones y permitir riesgos innecesarios para la unidad del país no es sensato. Por cierto: ¿dónde está la política social prometida para compensar el denostado aznarato?

Aquí, por lo visto, sólo puede uno sentirse vasco, catalán, aranés, astur o vecino de la República independiente de Triana (ya casi cantonalizada por las obras del “Metro”). Mientras, Europa se siente lejos (por superior), se rechaza lo español (por inferior) y corremos a encerrarnos en nuestras respectivas aldeas identitarias. Ojalá termine pronto este patético akelarre.

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