El mismo año en que murió Franco se publicó en Francia un libro titulado L´homme espagnol. Su autor no era otro que el prestigioso historiador Bartolomé Bennassar y a lo largo de aquellas páginas se abordaban aspectos de la mentalidad española relacionados con el tiempo, el espacio, la fe, el honor, el poder, la fiesta o la muerte. Sus referencias recorrían los siglos XVI, XVII y XVIII pero, al tratar el asunto del poder, proyectaba el alcance de sus conclusiones hasta el siglo XIX e incluso el XX. En una de ellas decía que “los partidos no aspiran ya a merecer el poder, sino a conquistarlo”, subrayando la falta de un sano entrenamiento en prácticas de alternancia en la mentalidad política española: “la pérdida del poder no es considerada como una consecuencia, elogiable, del respeto a las leyes, sino que se interpreta como una confiscación por la fuerza, cuyas consecuencias son, para los despojados, la prisión o el exilio”.
Aquel libro terminaría publicándose en España poco más tarde, en 1978, justo cuando ya se percibía un nuevo clima de libertades y aires democráticos que parecían disipar definitivamente la negra humareda de prisión o exilio que asfixió a los desalojados del poder desde 1939. Y, ciertamente, no se han repetido en las últimas décadas los trágicos episodios de otros momentos de nuestra historia. El heterodoxo español ya no tiene que cruzar obligatoriamente la frontera si quiere evitar ser castigado. Se puede discrepar y ser receptor de críticas en un marco de libre expresión garantizado por nuestras leyes. Instalados en un sistema de elecciones libres, podemos gozar hoy de la posibilidad de elegir a nuestros representantes que, de ese modo, obtienen el respaldo legitimador de las urnas para llevar a cabo los proyectos prometidos y los que consideren oportunos dentro de sus líneas de gobierno. Hasta aquí, nada que objetar y mucho que aplaudir.
El problema surge cuando la experiencia nos suele mostrar un cuadro mucho menos idílico que el descrito. La teoría es impecable en sus modelos trazados sobre el papel, pero es en la compleja realidad donde se descubren las irregularidades, las imperfecciones y, a veces, las más sombrías perversiones. Si vivimos en una democracia consolidada a la luz de las normas de las que nos hemos dotado, no resulta tan claro que disfrutemos de una buena salud democrática. Es sabido que no hay medidores precisos para mensurar el nivel de calidad de las democracias pero es también evidente que hay caracteres que diferencian unas de otras y, en el caso español, parecen detectarse ciertos rasgos preocupantes. Uno de éstos es la singular tipología de cambios de gobierno con alternancia de partido a los que hemos asistido en los últimos lustros.
En las elecciones generales de 1996 y 2004 se verificaron dos cambios de gobierno significativos (la victoria por mayoría relativa del PP en marzo de 1996 y el triunfo –también por mayoría relativa- del PSOE en el mismo mes del año 2004). Ambas citas electorales se vieron precedidas por campañas bien diseñadas por grupos mediáticos, la oposición del momento y unos procesos calculados de concienciación/ movilización de amplios sectores de la opinión. Los comicios de 1996 tuvieron por preludio una campaña que venía por lo menos desde el año 1993 y se recrudeció hasta extremos insoportables para un Felipe González acosado por los casos de corrupción. Se recurrió hasta al aireamiento del caso GAL (el Grupo Antiterrorista de Liberación organizado antes de 1982 pero adjudicado al PSOE) quebrando la prudencia debida. Y aludimos a la prudencia porque en cualquier otro país de la UE esa utilización política de la lucha antiterrorista es sencillamente impensable. No tanto porque otros estados hayan sido muy escrupulosos en estos asuntos (léase Portugal o la República Federal Alemana) sino porque la noticia no hubiera saltado a los medios convirtiéndose en escándalo para mayor regocijo de los terroristas y de todos aquellos interesados en debilitar la unidad de un sistema. Perdidos en medio del tribalismo político y la pasión desatada, el morbo prendió entonces entre aquellos que gustaban de equiparar a los terroristas de ETA con el entonces presidente del Gobierno y sus colaboradores tachados implícitamente –y, a veces, explícitamente- como terroristas de Estado. Contra Felipe todo valía y los conjurados se frotaban las manos cuando un nuevo torpedo mediático se lanzaba contra la nave semihundida del PSOE.
Todavía muchos no se han dado cuenta –o no han querido darse por advertidos- de algunas consecuencias de aquella operación. Cabía sacar a la luz la corrupción (que, ciertamente, la hubo) y las irregularidades sin cuento (aunque no llegaron a desvelarse todas ni a todos los posibles implicados). Pero insertar en la campaña el de tema de la lucha antiterrorista no benefició más que a ETA que dio buenas muestras de vida asesina durante las siguientes legislaturas del PP. Cuesta imaginar que algo parecido pudiera haber ocurrido en Gran Bretaña: si el gobierno de Su Majestad no dudó en enviar al ejército a Irlanda del Norte, tampoco dudó en abatir a terroristas del IRA en Gibraltar (de “homicidio justificado” fue sentenciado el caso) y, del mismo modo, ha admitido un proceso de paz en el que como mucho se otorgará un estatuto de autonomía a Irlanda del Norte una vez que la organización terrorista ha entregado las armas. Y todo ello ha ocurrido bajo gobiernos laboristas y conservadores. La línea esencial de tratamiento del problema del Ulster no ha cambiado. Allí los dos grandes partidos están de acuerdo en lo esencial y los medios de comunicación tienen unas reglas de juego. Las líneas rojas existen para no transgredirlas. Debate político, sí; favorecer la debilidad de Gran Bretaña con tal de cambiar al partido del gobierno, no.
De lo que le ocurrió a Felipe González levantó acta Ramón García Cotarelo en su libro La conspiración: el golpe de estado difuso cuya relectura, pasados unos años, da que pensar e invita a preguntarse sobre la persistencia de la conjura como instrumento al servicio de una alternancia política lograda a golpe de fórceps. El linchamiento moral al que fue sometido el líder socialista español más importante de la segunda mitad del siglo XX fue de tal magnitud que pocos se atrevían a señalar los notables avances registrados en el país desde 1982 por miedo a ser tachados de felipistas, un calificativo que en 1996 era casi un insulto.
Unos años más tarde, entre finales del año 2002 y el primer trimestre de 2004, el presidente Aznar recibió su baño de conjura. Recordemos que este presidente sufrió un atentado de ETA cuando era líder de la oposición, que triunfó por mayoría relativa en 1996 y que en el 2000 renovó la confianza entre el electorado por mayoría absoluta. Prometió –y cumplió- que se marcharía tras haber cumplido dos legislaturas. No era, pues, un presidente que buscase perpetuarse en el poder (de lo que sí acusaron tanto a Suárez como a Felipe). Era un presidente con mandato limitado, pero eso no le evitó ser víctima de otra campaña de desprestigio orientada a cambiar el partido en el gobierno en las elecciones de 2004 a través del hundimiento calculado de la figura política de José María Aznar para que no saliera “de rositas” de La Moncloa. Había que satanizarlo y depositar en él los orígenes de todos los males: desde una nevada en la Nacional III hasta el incremento especulativo del precio de la vivienda. Era preciso el desgaste del líder para que no se le ocurriese presentarse en 2004 (por si tenía la tentación de traicionar su propia promesa) y, a ser posible, reventarlo políticamente para que saliera para siempre de la escena política española. Él simbolizaba la unidad de la secularmente dividida derecha y resultaba peligroso para los intereses miopes de algunos que se sienten los depositarios exclusivos de la izquierda española. A los opositores de Aznar le vinieron a las manos tres acontecimientos que supieron explotar en su beneficio: el desastre del Prestige, el envío de tropas en misión de ayuda humanitaria a Irak y el accidente del Yak-42.
Tanto se ha escrito, dicho y manipulado sobre esos tres hechos que las ramas nos impiden ver el bosque. Tan ensimismados estábamos en la desconfianza de cualquier papel relevante de España en el exterior y en el agrio debate político interior, que el resultado de todo ello fue el cuidadoso modelado de una imagen deplorable de Aznar acusado de “seguidismo” con respecto a los EE.UU. y su odiado presidente George Bush. La simpleza simplificadora de las imágenes todo lo pudo. Aznar pasó a ser el indolente testigo del accidente del Prestige, por más que el hundimiento del barco fuese una mezcla de negligencia por parte del ministerio de Fomento (probablemente debería haber dimitido el entonces ministro Alvarez Cascos) y por más que estos sucesos tuviesen sus precedentes (el Mar Egeo). Todavía hoy pasan petroleros sin el cacareado doble casco por las costas españolas. Aviso de navegantes para el futuro.
Ya sabemos que las desgracias no eran exclusivas de la época de Aznar. Una vez que este hombre se ha retirado, murieron 11 personas en otro accidente como fue el incendio de Guadalajara y se han quemado decenas de miles de hectáreas en Galicia, entre otros desastres. La diferencia es tan sólo una: no se ha montado una campaña popular contra el gobierno por esto. La oposición ha criticado, sí; pero no se han organizado caravanas de “voluntarios” bajo un slogan diseñado para la ocasión: ¿se pretendía transmitir que “nunca más” vertidos de petróleo o se aspiraba a trasladar a la opinión un “nunca más” a Aznar? En otras palabras: ¿contra qué o contra quién se dirigían los gritos –por otra parte y en buena lid justificados- de “nunca mais”?
Con lo del Yak-42 ocurrió otro tanto. Aznar fue el responsable de la muerte de más de 60 militares españoles por su política exterior. ¿En Irak? Bueno, en realidad, se trató de la caída de un avión en Turquía que trasportaba militares procedentes de... Afganistán. Pero lo que se hizo fue una mezcla de foto de las Azores y féretros cubiertos con la bandera española. Buena parte de la opinión española creía de buena fe que aquellos militares venían de Irak. El efecto deseado cobraba sentido. Aznar, de alguna manera, había matado a aquellos soldados y arruinado la vida de sus familias. La cutrez del gobierno al alquilar aviones de bajo coste para el trasporte de nuestros militares como si de una operación empresarial se tratara le costó al PP otra pérdida de solvencia, también en buena medida justificada. Y también hubo de haber dimitido el entonces ministro de Defensa Federico Trillo. Nobleza obliga.
El envío de tropas españolas a Irak en misión de ayuda humanitaria como consecuencia de la aplicación de la resolución 1472 del Consejo de Seguridad de la ONU fue la puntilla. La resolución 1472 estableció la prestación de ayuda humanitaria al pueblo iraquí y fue prorrogada hasta junio de 2003 por la resolución 1476. Por fin, el 22 de mayo el Consejo de Seguridad aprobó la resolución 1483 que organizaba una fuerza de estabilización para Irak y un plan de reconstrucción. Veinte países enviaron contingentes y ayuda dentro del marco de la resolución 1483, entre ellos los Países Bajos que comenzaron a desplegar sus fuerzas el 10 de julio de 2003 constituyéndose, por su número, en el tercer país con mayor número de soldados (por delante de España y por detrás del Reino Unido). Aunque aquellas resoluciones eran bastantes parecidas a las que en su día se formularon con respecto a Afganistán, sin embargo la acción contra Irak despertó una oleada de manifestaciones contrarias a la guerra en todo el mundo y también en España. Aunque con otra sensible diferencia: mientras las manifestaciones han seguido presentes en países como los EE.UU., Francia o Italia, en España las multitudinarias manifestaciones desaparecieron tras el 14-M como por ensalmo. Aún recuerdo cuando contemplé en Bruselas una manifestación contra la guerra de Irak conmemorando el segundo aniversario del despliegue de tropas aliadas en aquel país. Se desperezaba la brumosa primavera belga del año 2005 y alguien me preguntó cómo estaban discurriendo las manifestaciones en España, dada la alta sensibilidad demostrada por los españoles a lo largo de 2003 y los tres primeros meses de 2004. Me sorprendí a mí mismo reconociéndole que en mi país ya no había movilizaciones salvo alguna cosa en Madrid y Barcelona con reuniones de alrededor de unos escasos cientos de personas. Algo meramente testimonial en comparación con las impresionantes manifestaciones poco más de un año atrás.
Eso lleva a plantearse algunos interrogantes: ¿estaban las manifestaciones organizadas contra la guerra o en realidad buscaban erosionar al presidente Aznar? ¿por qué en las manifestaciones se clamaba contra Bush y Aznar y mucho menos contra Tony Blair? A estas alturas, a toro muy pasado, para un sector de la opinión es indudable que las manifestaciones de “guerra, no” y “no a la guerra” formaban parte de una campaña magistralmente diseñada. Íbamos a una guerra por más que el presidente dijese lo contrario y deslizase claramente entre sus palabras que estábamos ayudando a los Estados Unidos igual que estos nos ayudaban a nosotros en perfecto maridaje en el combate contra el terrorismo internacional (en el que la ETA pasó a estar incluida). Cabe imaginar que pocos de los manifestantes se habían leído las resoluciones 1472, 1476 y 1483, como pocos sabían que del “no a la guerra” quedaba excluida Afganistán. La puntilla fueron las explosiones del 11-M cuya culpabilidad, tras la campaña emprendida, no recayó en sus autores materiales sino, como no, en el presidente José María Aznar. Lo atónito del caso es que los que pusieron las mochilas se convirtieron en la memoria de muchos en meros actores de un macabro escenario cuyo auténtico responsable era el gobierno popular. Ahora que los ecos de los gritos de “Aznar, culpable” se han apagado y que sabemos que un grupo de marroquíes fueron los autores materiales directos aún quedan interrogantes en el aire: ¿sabía la cúpula de ETA el día 10 de marzo de 2004 lo que se preparaba para el día siguiente? ¿cabe pensar en un intento de “internacionalización” coordinada de la actividad terrorista como respuesta a la eficaz “internacionalización” de la lucha contra ETA puesta en marcha por el segundo gobierno del PP? Francamente, desconozco la respuesta, pero confieso que sería muy interesante despejar estas incógnitas.
De nuevo volvía a repetirse la diferencia entre España y el Reino Unido. No cabe mayor contraste en la respuesta ciudadana y consecuencias políticas si comparamos el Madrid de los días siguientes al 11 de marzo de 2004 y el Londres posterior al 7 de julio de 2005. Frente a los SMS contra el partido del gobierno, los ensayos de asalto a sedes del PP y la algarabía del “quien ha sido” en la pasional España, aún recuerdo las pancartas de los manifestantes londinenses que rezaban “We shall not surrender” (No nos rendiremos). Aún me pregunto quiénes eran los destinatarios finales de aquel mensaje, si los terroristas islámicos o los que gustan marcharse a la francesa.
El nuevo presidente José Luis Rodríguez Zapatero había prometido en campaña electoral la retirada de tropas de Irak. Espero que todos aprendamos en el futuro que los temas de política exterior deben quedar excluidos –salvo vagas formulaciones- de las campañas electorales. No se hizo así y era un compromiso que Rodríguez Zapatero debía asumir. Uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Tras su victoria electoral precisó –creo que inteligentemente si lo hubiera cumplido- los términos de su promesa: retiraría las tropas si para el 30 de junio de 2004 no había un respaldo claro de la ONU a la invasión de Irak. De inmediato la diplomacia estadounidenses se movilizó para conseguir una nueva resolución de amplio consenso. Y a buena fe que lo consiguió: el 8 de junio de 2004 la unánime resolución 1546 del Consejo de Seguridad confería plena cobertura ONU a la presencia de tropas extranjeras en suelo iraquí además de establecer un plan de reorganización política (con elecciones incluidas) y reconstrucción económica para el país. Bajo esa resolución los holandeses permanecieron en Irak (justo hasta el 7 de marzo de 2005 cuando terminó su misión) siendo reemplazados por fuerzas de otros países. Rodríguez Zapatero podía haber mantenido su promesa habiendo esperado tranquilamente hasta el 30 de junio. La buena cocina, como la política, exige su tiempo.
Pero, sorprendentemente, no fue así. Retiró las tropas en el mes de mayo sin esperar la cocción de la resolución 1546 (y es de suponer que en Moncloa debía saberse lo que se estaba preparando). Justo un día antes de la boda real entre el príncipe Felipe y doña Leticia, los noticiarios españoles vocearon a los cuatro vientos que las últimas tropas españolas se habían retirado. En realidad, los últimos efectivos se marcharon la semana siguiente pero el efecto dentro y fuera de nuestras fronteras se dejó sentir de forma contundente. Los estadounidenses tuvieron que cubrir deprisa y corriendo los huecos defensivos que habían dejado las tropas españolas en una actitud de notoria desconsideración con respecto a nuestros socios occidentales. Casi nadie en España pareció advertir la gravedad de este comportamiento en el escenario internacional. Obviamente no eran decisivos para la estabilización de Irak los poco más de 1.000 soldados españoles retirados; lo importante era el gesto, que daba alas al integrismo islámico y sumía en el más insuperable de los descréditos la seriedad de España como socio internacional. Prometer una retirada el 30 de junio y concluirla por sorpresa en torno al 24 de mayo no resulta serio desde la óptica anglosajona. Tampoco entra en la cabeza de muchos extranjeros abrir las puertas a la inmigración y pedir ayuda luego a otros países para contener la avalancha. Tampoco solicitar la cooperación internacional en la lucha contra una organización terrorista con la que, por otra parte, se pretende negociar. En España podremos entenderlo e incluso argumentarlo con brillantez, pero no está tan claro que compartan el mismo punto de vista en Londres, Washington, Berlín o Lisboa.
La precipitada salida no sería el último error gratuito. La apuesta implícita de la izquierda gubernamental española por el candidato demócrata Kerry y la reelección de Bush supuso otro revés. Desde un sorprendido PSOE se lanzó el tranquilizador mensaje de que no había pasado nada y de que se reconducirían las relaciones. Evidentemente, no ha sido así y puede pensarse que no lo va a ser mientras permanezca en La Moncloa el actual inquilino. La retirada en espantá fue tan cuestionable como los denodados esfuerzos por recuperar un cierto clima de entendimiento con los EE.UU. y el Reino Unido. Se envió a la fragata Alvaro de Bazán como escolta del portaaviones estadounidense Theodore Roosevelt a las aguas del golfo, ha sido destacados “asesores” a Irak para la reconstrucción y se ha incrementado el número de soldados españoles en Afganistán donde ya no se puede ocultar que hay guerra por más que, durante un tiempo, los féretros envueltos en la bandera española procedentes de allá se hayan achacado a accidentes. Hasta para remover escollos con Gran Bretaña se ha procedido a aparcar la cuestión de la soberanía sobre Gibraltar, primer paso para reconocer su independencia de Gran Bretaña y de España. Tras la patética puesta en escena del referéndum sobre la Constitución Europea en la que España ha hecho el ridículo como país para ser aún menos respetado, hemos vuelto a sacar pecho para meternos en el enjambre de las fuerzas de paz del Líbano. Cuando comiencen a llegar cajas envueltas en la bandera habrá que explicarles a sus familiares que los soldados habían ido a la paz y no a la guerra que eso era lo que hacía Aznar. Ojalá me equivoque en todo lo que estoy afirmando y que el camino por el que transitamos sea el correcto.
España y los españoles han de sentirse muy sobrados cuando se permiten el lujo de prescindir y menospreciar a hombres como Felipe González o José María Aznar, respetados en muchos países pero no en el suyo. Ambas presidencias y ambas caídas tuvieron más de común -o de vidas paralelas al modo de Plutarco- de lo que pudiera apreciarse a simple vista. El cainismo tribal llegó a prender hasta en las filas de sus propios partidos. Y si a Felipe González no se le reivindicaba mucho entre las huestes socialistas en 1996, 1997 o 1998, tampoco la sombra de Aznar es cómoda en el PP de 2004, 2005 o 2006. Tras los desplomes de ambos se asistió a un período de relajamiento acrítico, una especie de perdida de tensión, un atolondramiento estúpido alimentado por una televisión que saca cuatro escándalos mediáticos y oculta muchas realidades que, desde luego, son más que calificables de “interés general”. Tras la corrupción felipista, Aznar se permitió regalar buenos dineros públicos a las eléctricas y Josep Piqué aparecía presuntamente vinculado a complejas operaciones de ingeniería financiera. No pasó nada. Ahora, conjurada ya la amenaza del aznarato, se envían más tropas al exterior que nunca en nuestra historia reciente con el mejor de los talantes. Tampoco nadie dice nada. Los incondicionales con orejeras y el voto preparado de antemano al mismo de siempre creerán incluso que los nuestros van a misiones de altruista paz pregonando una concordia universal. Casi unas vacaciones pagadas, vamos.
Con Felipe se tardó algo más de un lustro para comenzar a ver una cierta rehabilitación de su figura; ya veremos cuánto tardamos en comenzar a reflexionar sobre el avance registrado en los ocho años de gobierno popular. Todo llega.
Harían bien los partidos en dejar las conjuras y ganar las elecciones a través de una limpia concurrencia de propuestas que convenzan a los electores. Por desgracia, las conspiraciones en nuestra historia no han estado sólo en manos de militares. En nuestra vida civil son habituales los corrillos, los pasillos, el chisme, la calumnia (que algo queda) y el hablar mal del que se ausenta de la cuadra. Es más: aún creen algunos que hacer política reside esencialmente en el acoso y derribo de los posibles adversarios para conservar como sea el sillón. Una especie de lectura cutre y mal digerida de El Principe de Maquiavelo. Terrible barbaridad fue aquel váyase señor González que se profería contra un presidente que tenía la legitimidad de los votos detrás suya para gobernar. La misma que tenía Aznar con su mayoría absoluta y cuyo Congreso votó a favor del envío de tropas. Algunos aún no han reconocido la legitimidad de aquella Cámara de la legislatura 2000-2004. Otros cuestionan la de la actual por su trágico origen. El patíbulo de escarnio por el que pasaron Felipe González y José María Aznar espera a Rodríguez Zapatero –y al que venga- si no podemos remedio. Ciertamente, el ejercicio de la conspiración no es exclusivo de nuestro solar patrio. Véanse las tramas y presiones al que han estado sometidos hasta algunos presidentes de los EE.UU., pero no se llevan las cosas hasta el extremo de hacer crujir las cuadernas de la nave del Estado y del sistema político.
Ni unas elecciones son una competición deportiva en la que tienen que han de ganar “los míos” y perder “los otros”, ni es sano que un mismo partido se perpetúe en el poder sin posibilidad de recambio. La democracia se sustenta, entre otras cosas, en dos grandes partidos por más que pueden añadirse otras sensibilidades y opciones. Las dos grandes formaciones han de entenderse en lo esencial, con independencia que anden a la greña dialéctica en lo accesorio. Condenar al ostracismo al otro partido porque es el principal competidor en las urnas bien pudiera ser una práctica peligrosa y muy costosa en el porvenir. Además, especial riesgo cabe esperar de todo esto en un país donde el culto a los símbolos nacionales está muy lejos del practicado por otras naciones de nuestro entorno. No hace falta viajar hasta los EE.UU. o Francia para apreciar el valor que tienen sus respectivas banderas en aquellas comunidades. En Portugal la bandera nacional ondea por doquier sin que nadie sea tachado por ello de salazarista.
Las pasiones políticas desatadas desde luego son malas conductoras: los broncos alaridos del vencedor son respondidos con la ruidosa algarabía –no menos pedestre- de la oposición. En verdad no sé si nos merecemos tales de ejemplos de madurez y cultura democráticas.
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