Corría el año 2003 cuando se criticaba al gobierno de José María Aznar por rechazar el proyecto de Constitución Europea. Llovían entonces tales descréditos desde el partido de la oposición, capitaneado entonces por quien es hoy presidente del gobierno español: José Luis Rodríguez Zapatero. Este se enfrascó en una durísima campaña en la que la desproporción del ataque sólo pudo compararse al calado de las promesas lanzadas al viento en vísperas de elecciones. Una de las más sonadas fue la retirada de las tropas españolas de Irak a partir del 30 de junio de 2004 si para esa fecha no mediaba una resolución de la Organización de Naciones Unidas (ONU). Pero, contra su propia promesa y contra pronóstico de los aliados, el 19 de abril decidió retirar las tropas en una rápida carrera que culminó en mayo, casi un mes y medio antes del plazo exigido. Curiosamente el 8 de junio de 2004, la Resolución 1546 –aprobada por unanimidad- transfirió la soberanía a un gobierno interino iraquí. Rodríguez Zapatero ignoró públicamente la Resolución, aunque la comentase fuera de registro. El relativo aislamiento internacional de España tan sólo había comenzado.
Desde aquella fecha han ocurrido cosas tales como el apoyo del gobierno español a la candidatura de Al Gore (2004), la demostración continua de belicosidad contra el presidente reelegido de los EE.UU. (George Bush), un no disimulado sesgo contra Israel, una política de cesión y entendimiento exclusivo con Marruecos (olvidando a saharauis y argelinos), una profunda amistad con Cuba y Venezuela que va mas allá de lo prudente y un desmarque digno de un perfecto don Quijote en asuntos que gozan de gran consenso internacional entre las democracias occidentales como la independencia de Kosovo. Es posible que antes del final de su mandato, Rodríguez Zapatero sea capaz de poner de nuevo en evidencia a España como un país que ya no cuenta del mismo modo en que solía hacerlo entre 1990 y 2004.
Probablemente, la razón explicativa de esta actitud en materia de política exterior se deba a que el presidente español no le concede mayor importancia (de ahí la sorprendente permanencia de Moratinos al frente de una cartera ministerial que le viene más que grande). O, al menos, no le otorga la misma atención a los asuntos internacionales que a la cotidianeidad doméstica. Aunque pueda parecer sorprendente, la ley del tabaco, el matrimonio homosexual, el carnet de conducir por puntos, el reparto de 400 euros en el año electoral de 2008 o la reciente reforma del aborto han ocupado más atención y más agenda que la situación internacional de España.
Teniendo presente lo expuesto, tal vez pueda entenderse mejor que la política española con respecto a Europa no haya seguido un derrotero más definido que el de la etérea Alianza de Civilizaciones. Baste detenernos en dos capítulos para verificar la adopción de decisiones que, como mínimo, han sido ejemplos de voluntarismo presidencial.
En febrero de 2005, bajo el slogan de los primeros con Europa, fuimos convocados los españoles en referéndum para ratificar la Constitución Europea. Los españoles la aceptamos pero, posteriormente, franceses y holandeses dieron al traste con ella. El proceso sólo sería reconducirlo con una nueva propuesta: el Tratado de Lisboa. El gobierno español tragó con aquel arreglo sin más y ni se planteó la obligación de someterla a la consideración de los españoles que habían dado su aprobación al proyecto anterior. Todo ello ponía en evidencia lo lejano que se percibía –y se percibe- todo lo relacionado con Europa (a excepción de los fondos comunitarios). Ni buena parte de la población demandó la nueva consulta, ni el gobierno pensó que el detalle de repetir el referéndum tenía mayor importancia.
Ese mismo año, el gobierno adoptó otra medida como fue la legalización masiva de inmigrantes en España sin contar con la opinión de sus homólogos europeos. Hoy sabemos que la medida generó un efecto llamada y el mismo gobierno español solicitó ayuda a la Unión Europea (UE) para solucionar el problema de afluencia excesiva de inmigrantes. La entonces ministra de Justicia austriaca expuso lo que iba a ser la respuesta de la UE en la reunión informal de ministros de Justicia e Interior celebrada en Tampere (Finlandia) en septiembre de 2006: “No es una solución legalizar a los inmigrantes ilegales como hizo España el pasado año, porque de algún modo genera un factor de empuje en la gente de África, como desgraciadamente hemos visto en los últimos meses”.
A estos dos ejemplos podríamos añadir la empresa de someter al Parlamento Europeo (PE) una resolución de apoyo a “la iniciativa de paz en el País Vasco emprendida por las instituciones democráticas españolas en el marco de sus competencias exclusivas”. Eso ocurrió el 25 de octubre de 2006, dividiendo al PE e involucrándolo innecesariamente en un problema que, por desgracia, era exclusivamente español. Y, obviamente, lo sigue siendo.
Europa ya no termina en los Pirineos, pero lo que ocurre más allá parece tener escasa importancia para un gobierno más obsesionado por neutralizar a la oposición que por situar a España en el mundo. Su objetivo se reduce a contar cuántos serán los votos españoles para uno y otro partido a fin de ensayar análisis de prospectiva cara a las próximas elecciones generales españolas. En esas circunstancias, posiblemente, muchos de los que votan al gobierno no se tomarán la molestia de acudir a las urnas, al no sentir ni siquiera los riesgos que comportan unos comicios domésticos. Tal vez sea el electorado más motivado el de la oposición; el mismo que con su papeleta quiere demostrar su desacuerdo con la deficiente gestión de la crisis económica por parte de José Luis Rodríguez Zapatero. No en vano, lo primero que hizo ante la evidencia de la crisis fue negarla a capa y espada, tachando de catastrofistas y antipatriotas a los que veían venir lo que hace tiempo que ha llegado.
También publicado en Café Babel
Desde aquella fecha han ocurrido cosas tales como el apoyo del gobierno español a la candidatura de Al Gore (2004), la demostración continua de belicosidad contra el presidente reelegido de los EE.UU. (George Bush), un no disimulado sesgo contra Israel, una política de cesión y entendimiento exclusivo con Marruecos (olvidando a saharauis y argelinos), una profunda amistad con Cuba y Venezuela que va mas allá de lo prudente y un desmarque digno de un perfecto don Quijote en asuntos que gozan de gran consenso internacional entre las democracias occidentales como la independencia de Kosovo. Es posible que antes del final de su mandato, Rodríguez Zapatero sea capaz de poner de nuevo en evidencia a España como un país que ya no cuenta del mismo modo en que solía hacerlo entre 1990 y 2004.
Probablemente, la razón explicativa de esta actitud en materia de política exterior se deba a que el presidente español no le concede mayor importancia (de ahí la sorprendente permanencia de Moratinos al frente de una cartera ministerial que le viene más que grande). O, al menos, no le otorga la misma atención a los asuntos internacionales que a la cotidianeidad doméstica. Aunque pueda parecer sorprendente, la ley del tabaco, el matrimonio homosexual, el carnet de conducir por puntos, el reparto de 400 euros en el año electoral de 2008 o la reciente reforma del aborto han ocupado más atención y más agenda que la situación internacional de España.
Teniendo presente lo expuesto, tal vez pueda entenderse mejor que la política española con respecto a Europa no haya seguido un derrotero más definido que el de la etérea Alianza de Civilizaciones. Baste detenernos en dos capítulos para verificar la adopción de decisiones que, como mínimo, han sido ejemplos de voluntarismo presidencial.
En febrero de 2005, bajo el slogan de los primeros con Europa, fuimos convocados los españoles en referéndum para ratificar la Constitución Europea. Los españoles la aceptamos pero, posteriormente, franceses y holandeses dieron al traste con ella. El proceso sólo sería reconducirlo con una nueva propuesta: el Tratado de Lisboa. El gobierno español tragó con aquel arreglo sin más y ni se planteó la obligación de someterla a la consideración de los españoles que habían dado su aprobación al proyecto anterior. Todo ello ponía en evidencia lo lejano que se percibía –y se percibe- todo lo relacionado con Europa (a excepción de los fondos comunitarios). Ni buena parte de la población demandó la nueva consulta, ni el gobierno pensó que el detalle de repetir el referéndum tenía mayor importancia.
Ese mismo año, el gobierno adoptó otra medida como fue la legalización masiva de inmigrantes en España sin contar con la opinión de sus homólogos europeos. Hoy sabemos que la medida generó un efecto llamada y el mismo gobierno español solicitó ayuda a la Unión Europea (UE) para solucionar el problema de afluencia excesiva de inmigrantes. La entonces ministra de Justicia austriaca expuso lo que iba a ser la respuesta de la UE en la reunión informal de ministros de Justicia e Interior celebrada en Tampere (Finlandia) en septiembre de 2006: “No es una solución legalizar a los inmigrantes ilegales como hizo España el pasado año, porque de algún modo genera un factor de empuje en la gente de África, como desgraciadamente hemos visto en los últimos meses”.
A estos dos ejemplos podríamos añadir la empresa de someter al Parlamento Europeo (PE) una resolución de apoyo a “la iniciativa de paz en el País Vasco emprendida por las instituciones democráticas españolas en el marco de sus competencias exclusivas”. Eso ocurrió el 25 de octubre de 2006, dividiendo al PE e involucrándolo innecesariamente en un problema que, por desgracia, era exclusivamente español. Y, obviamente, lo sigue siendo.
Europa ya no termina en los Pirineos, pero lo que ocurre más allá parece tener escasa importancia para un gobierno más obsesionado por neutralizar a la oposición que por situar a España en el mundo. Su objetivo se reduce a contar cuántos serán los votos españoles para uno y otro partido a fin de ensayar análisis de prospectiva cara a las próximas elecciones generales españolas. En esas circunstancias, posiblemente, muchos de los que votan al gobierno no se tomarán la molestia de acudir a las urnas, al no sentir ni siquiera los riesgos que comportan unos comicios domésticos. Tal vez sea el electorado más motivado el de la oposición; el mismo que con su papeleta quiere demostrar su desacuerdo con la deficiente gestión de la crisis económica por parte de José Luis Rodríguez Zapatero. No en vano, lo primero que hizo ante la evidencia de la crisis fue negarla a capa y espada, tachando de catastrofistas y antipatriotas a los que veían venir lo que hace tiempo que ha llegado.
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