9.12.11

LOS HIJOS Y EL HAMBRE

Hace ya muchos años, una madre con tres hijos y embarazada de un cuarto fue abandonada por su marido. Ante la necesidad de dar de comer a sus hijos, fue a un supermercado sin dinero y robó dos paquetes de alimentos. El encargado se percató de la maniobra y, sin dar parte a la policía, la detuvo obligándola a pasearse por el establecimiento con un cartel que decía "Soy una ladrona". Al regresar a su casa, humillada, se lanzó desde el balcón muriendo en el acto. La indignación de los vecinos fue tal que se encaminaron al supermercado para incendiarlo con el encargado dentro. La policía tuvo que intervenir para parar el linchamiento.

El suceso tuvo lugar en la Barcelona del franquismo, según la denuncia de una oyente de La Pirenaica, aquella estación de radio que insuflaba un aire democratizador desde fuera de nuestras fronteras. El buen libro de Luis Zaragoza Fernández sobre aquella emisora recoge el caso.

El marco dictatorial explica buena parte de la anécdota. El hambre y la represión combinadas invitan al suicidio. Pero no lo explica todo. Para que una dictadura pueda existir y persistir es preciso el envilecimiento de una parte de la población: el grupo de colaboradores necesarios para abrir y cerrar cárceles, enchufarse a la burocracia del Movimiento o dar bofetadas desde una pequeña poltrona oficial. En otras palabras: ejercer el abuso de poder de manera miserable. No siempre ese abuso mantiene una proporcionalidad directa con respecto a la cantidad de poder que se posee. En bastantes ocasiones la proporcionalidad es justamente inversa. Como la de aquel humilde encargado que, para sentirse alguien entre los pasillos del supermercado, humilló hasta el límite a aquella madre con tres hijos y otro en camino.

Justo el más arrastrado es el más capaz de la mayor de las mezquindades. Puro envilecimiento.

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