Hay libros que pasan injustamente
desapercibidos. Pocos notaron y menos leyeron las advertencias de Francisco e
Igor Sosa sobre la fragmentación del Estado, cuya primera edición vio la luz en
diciembre de 2006 (El Estado fragmentado,
Trotta). Mirar para otro lado cuando se abrían las puertas a la bilateralidad
entre Cataluña y el gobierno central sembró el conflicto que hoy contemplamos
en la forma encubierta de un derecho a decidir que apunta presuntamente hacia
la independencia, porque nadie consulta a nadie para decidir dejar las cosas
igual que están. Vivíamos en un mundo que se antojaba perfecto mientras, en
realidad, el envilecimiento, la estúpida ignorancia y el enriquecimiento
arrojaban al ostracismo a las minorías que mostraban su desacuerdo. Eran los
antipatriotas, los aguafiestas, los incómodos disidentes a los que se ahogó en
el silencio bajo una espesa capa de descrédito infundado. Y hubo una legión de presuntos
profesionales tan lenguaraces como insolventes dedicados con devoción a tan
deplorable tarea. El dinero corría y ellos recibían su premio.
Sólo cuando la crisis económica nos situó ante
el espejo de nuestra realidad, fuimos conscientes del desplome moral. Los
antiguos verdugos se evaporaron, no sin llevarse antes sus últimas prebendas,
mientras las víctimas se recuperaban del ostracismo bajo un viento de levante.
Y eso significaba, simplemente, poder ejercitar la crítica sin ser situado en
el cadalso debidamente adornados con el sambenito de reaccionario. Sólo cuando
el tornado ha pasado podemos leer con recobrado sosiego la descripción de lo
acontecido en España, gracias al Todo lo
que era sólido de Muñoz Molina.
La crisis que padecemos es global y, sobre todo,
encierra cambios próximos que serán estructurales. El mundo que hemos conocido
parece licuarse reblandeciendo las referencias que parecían sólidas hasta hace
bien poco. El filósofo Zygmunt Bauman ha bautizado el fenómeno con la expresión
"modernidad líquida", en realidad una variación de los análisis sobre
la posmodernidad. Pero no entenderíamos lo que ha ocurrido en España si
camuflamos cómodamente los argumentos en la crisis internacional. Y este es
precisamente uno de los aciertos del libro de Muñoz Molina. Es,
simultáneamente, una autobiografía y un recorrido por los lastres que hemos
arrastrado durante los últimos treinta años. Sin necesidad de situar fuera de
nuestras fronteras culpabilidades que no podemos juzgar, por mucho que soñemos
con jurisdicciones extraterritoriales.
Los defectos patrios venían de mucho tiempo
atrás. Unos se adaptaron en la transición, otros –muy pocos- llegaron a
desaparecer y algunos más florecieron al calor de los nuevos tiempos. Pero en
la prosperidad de los ochenta y los noventa nadie se tomó el interés en
diagnosticarlos y tratarlos, convirtiéndose en tumores profundamente
encastrados. La gallardía intelectual de Muñoz Molina reside en señalar que la
metástasis de aquellos tumores en apariencia dormidos se extendió como un
reguero en la primera década del siglo XXI. Una España que daba la espalda al
exterior porque, enriquecida y complacida, repetía una manida expresión:
"como en España no se vive en ninguna parte". Un país que se impregnó
en un clima turbio de discordia incivil sobre hechos acontecidos más de setenta
años atrás. Un debate estéril, protagonizado por quienes ni habían vivido
dramas mortales ni sabían lo que era pegar o recibir un tiro.
Cuando la barbarie triunfa no es en virtud de la
fuerza de los bárbaros; es la civilización la que claudica. Los que alimentaron
su juventud con canciones de Joan Manuel Serrat olvidaron en su madurez
aquellos versos que rezan: "Los recuerdos suelen/ contarte mentiras. /Se
amoldan al viento, /amañan la historia; /por aquí se encogen, /por allá se
estiran, /se tiñen de gloria, /se bañan en lodo, /se endulzan, se amargan /a
nuestro acomodo, /según nos convenga; /porque antes que nada /y a pesar de todo
/hay que sobrevivir".
El libro tiene, además, el buen gusto de
transitar brevemente por dos países que tanto pueden enseñarnos a juicio de
Muñoz Molina: los Estados Unidos y los Países Bajos. Con sus virtudes y sus
defectos, Nueva York y Ámsterdam son dos poderosos antídotos contra las
anormalidades que aquí consideramos una parte más del paisaje público por pura
cotidianidad. Cuando menos, producen una saludable oxigenación en estancias
cortas. Doy fe de ello.
Es más que recomendable la detenida lectura de Todo lo que era sólido. Todo un espejo
que nos devuelve una nítida imagen de lo que somos. Un buen punto de partida
para repensar un futuro que ya no será igual que el pasado, por mucho que
algunos acaricien la nostalgia de la molicie.
Publicado en Diario de Sevilla, 3 Junio 2013
No comments:
Post a Comment